CRÍTICA
LA FLOR (Dir. Mariano Llinás, 2018).
Por: Daniel Aguilar Torres @taco_mutante
Fotograma: La Flor.
La monumental cinta argentina de casi 14 horas en ocho partes, fenómeno de festivales, al fin está disponible en línea para verse gratis durante el confinamiento.
La cinefilia, léase afición por el cine, es a veces peligrosamente malentendida como un club VIP. Y a veces olvidamos que no lo es. Sin el totalizador pesimismo del jardinero Willie, podemos parafrasearlo y afirmar que (algunos) cinéfilos están arruinando la cinefilia. El seguidor cuasirreligioso de Gaspar Noé pegará el grito en el cielo si alguien se autodenomina cinéfilo habiendo conocido sólo la obra de Tim Burton. Yo sí, tú no. Como si hubiera que llenar un formulario antes de poder amar las películas.
La Flor (2018), con su particular estructura de cuatro historias que no terminan, otra que finaliza sin haber iniciado y una única narración autoconclusiva, es un filme de amor. De ese amor. Ninguna de las historias lo aborda directamente (a penas cierto capítulo que sucede en una filmación podría sugerirlo), pero la película exuda amor y cinefilia en cada plano, una devoción que no discrimina entre la serie B y la vanguardia experimental, sino que celebra al llamado séptimo arte como un todo complejo e inabarcable.
Pido la venia de quien lea el presente texto si éste no le aclara la trama de la película, pero eso lo hará el propio director en cámara en el primer minuto de reproducción. Permítaseme entonces evitarle la repetición y emprender desde otra trinchera la invitación a verla. Dirigida por Mariano Llinás y protagonizada por el ensamble Piel de Lava que conforman Laura Paredes, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Elisa Carricajo (merecedoras de compartir mención como responsables de la cinta y no sólo del lugar de ‘musas’ al que otros las han relegado), ha llamado la atención principalmente por su atípica duración de 13 horas y media.
Puede sonar al Santo Grial del ala esnobista que compite por hacer o ver la película más larga, la más críptica, la más incomprensible sólo porque sí, pero no lo es. Con pocos recursos pero gran ingenio, sus formas e ideas equilibran maestría y sencillez. Una vez desprendidos de la creencia de que el cine está obligado a caber en un molde, los 808 minutos serán la mayor barrera que el público ha de enfrentar al visionarla. Y ni tanto. En un mundo donde los maratones televisivos son el pan de cada día, La Flor no podría hallar mejor momento para ofrecernos el reto de verla y acercarse con ello a un cine insólito y plenamente gozoso.
Con amplio dominio de cada estilo, lo mismo transita por el melodrama que por el noir, el musical, el silente; roza la docuficción por un segundo, se acerca al thriller y remata con fantasía. Nos acerca a los géneros como si los estuviéramos presenciando por primera vez con un ímpetu narrativo ilimitado, que desde sus cintas anteriores (también en línea) bebe de la literatura tanto como del cine. Llinás, cine-novelista con disfraz de cine-cuentista, comparte la ambición incendiaria de Roberto Bolaño y la obsesión laberíntica de Borges.
Él y su equipo tienen tantas, tan contagiosas, ganas de contar y compartir historias que no hace falta parar en detalles tan nimios como darles un final. Que “lo importante es el camino, no el destino”, parece ser su mantra. Y nosotros, cómplices, nos dejamos arrastrar por el caudal de creatividad que despliega en la pantalla, por el rango interpretativo que demuestran las protagonistas e imaginar, si queremos, un final, un inicio o un vínculo para cada episodio.
El cúmulo de posibilidades abiertas, el aluvión de matrioshkas narrativas, la repetición de ciertos diálogos y del cast, tarde o temprano sugieren que la Historia y las historias de la humanidad consisten en contar una y otra vez las mismas traiciones, los mismos duelos, los mismos fuegos, pero el arte está en compartirla revestida, personal, vuelta irreconocible.
No se malinterprete: Esto no es tampoco un intento de estandarizar la cinefilia (muchísimo menos, de restringir al cine sólo a su vertiente narrativa). Es tan válido acercarse a La Flor y no gustar de ella, como disfrutarla por distintas razones, o ni siquiera verla. Lo lamentable sería no hacerlo por asumir que su duración la vuelve ipso facto parte de ese Olimpo de cartón que es la soberbia intelectual, que se vende como exclusiva de unos cuantos e incomprensible para los mortales. Si esa fracción la secuestrara, sería tan lamentable como verla caer ante la maquinaria hollywoodense que se preocupa más por vender sodas que en volver a narrar con pasión. Si no la aplaudimos, vale, al menos quedará para la anécdota.
La Flor es, antes que nada, una invitación a compartir el placer de contar y atestiguar historias. Si identificamos que cierto episodio es un remake de una vieja película de Jean Renoir (o nos empuja a ver la original), será ganancia añadida, pero lo primordial aquí son las emociones que nos produce lo que cuenta. Algo tan humano y ancestral como caminar erguidos y para lo que no hace falta acreditarse como el gran cinéfilo del último círculo.
Preguntar qué es el amor es menester de otras ramas de la filosofía, no de la crítica cinematográfica. No preguntaré. Pero aventuro a decir que Llinás y compañía dejan entrever algo al respecto con su película: Que el amor es deseo, que el amor es compartir, que el amor es imaginar. Y las infinitas pasiones que se puedan desbordar al ejercer estos tres elementos. Tal vez por eso la secuencia de créditos finales se extiende por más de media hora: La Flor también cuenta una séptima historia, la de unos locos llamados El Pampero Cine que rodaron por casi diez años el filme de ficción más largo del mundo sólo por un amor inefable.