CRÍTICA
ESPERANDO EL CARNAVAL (Dir. Marcelo Gomes, 2019).
Por: Daniel Aguilar Torres @taco_mutante


Fotograma: Esperando el carnaval.
Comentamos Esperando el carnaval, imperdible documental disponible en Mubi.
Esperando el carnaval (Marcelo Gomes, 2019) es una traducción lingüísticamente fiel de Estou me guardando para quando o carnaval chegar. Sin embargo, creo que no captura la brillantez de su original. No por cuestión de extensión, sino de fondo: Los personajes de este documental no esperan. Ellos, ellas, se guardan a sí mismos, como la vajilla de plata que reservamos para las visitas más finas. Guardarse es una elección propia, es ahorrar para un evento futuro, que pronosticamos mejor, aquello que podríamos usar en cualquier momento.
“Esperar”, entonces, nos vuelve sujetos de la voluntad ajena. Y los habitantes de Toritama, un pueblito brasileño dedicado 24/7 a la producción y venta de pantalones de mezclilla con la única meta conjunta de juntar dinero suficiente para disfrutar en la playa las dos semanas anuales del carnaval, son todo menos víctimas. Claro, su labor autoexplotativa es obra de un capitalismo voraz, recrudecido en Brasil por Bolsonaro, pero Esperando el carnaval presenta a una comunidad de trabajadores y trabajadoras que no ignoran el sistema que los encadena (en una temprana escena, Leo hace gala de un conocimiento de precisión académica al respecto), pero cuyo yugo no es más que una piedrita para su espíritu comunal de dignidad y entereza.
No se trata de una defensa meritocrática, sino de una celebración de la resiliencia. Toritama como un oasis, tierra dueña de sí misma entre espejismos tildados de “progreso” (ese progreso que le rompió el corazón a un joven Kidlat Tahimik al mostrar su rostro colonizador en Perfumed nightmare -1977-, disponible en la misma plataforma). Las dinámicas y la sabiduría que desprenden los obreros de este poblado escapan las etiquetas reduccionistas de ingresos/egresos, pero también de las convenciones de la denuncia social en las esferas universitarias y el cine militante.
Marcelo Gomes (Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo) parte del asombro y un respeto inquebrantable para reconocer, a través de su cámara, a una galería de personas admirables y, con la inteligencia intuitiva del cineasta nato, deja que su perspectiva y la de sus personajes (y por implicación, la nuestra) se fundan para darle a la película una mirada en constante transformación, siempre sorprendida pero atenta a las pequeñas bellezas.
Si las exigencias de la vida moderna a veces nos hacen olvidar que la vida es gozo, en Toritama el cine tiene permiso de volver a ser juguete: Gomes hace música, poesía y chistes en la sala de montaje (atípicos para el documental de denuncia al uso) y su complicidad con los retratados es tal que pueden alternar el uso de la cámara sin mayor preocupación. Vemos construirse hombro con hombro un cine que reconoce su humanidad en la diversidad, en sus descubrimientos y en las imperfecciones.
Al encarar cintas así, honestas y personales, sería necio no corresponder de la misma forma; negarnos a poner tanto de nosotros como lo hacen director y protagonistas. Cada quién tendrá su predilección, pero creo que mucho ganan el cine, y su crítica, al no cerrar la puerta a nuestras propias y humanas subjetividades. Será que divago, pero en Esperando el carnaval identifico lo que me vuelve “el otro” en mirada ajena y aquello con lo que yo construyo la misma diferenciación. Y al reconocerlo se tiende un puente, un razonamiento tal vez trillado, pero no menos verdadero: que tenemos más en común que discrepancias.
Esto se acentúa en Latinoamérica: los mercados y talleres pantaloneros de Toritama poco se distinguen de maquiladoras, fábricas y otros centros de producción que pululan el subcontinente, donde la clase trabajadora enfrenta por igual la incomprensión de los más acomodados, cuestionadores de la [para ellos] irracional práctica de partirse el lomo un año para luego usar lo ahorrado en diversiones efímeras, llámense quinceaños, semana santa o final de fútbol.
Pero entonces el carnaval aparece con un aura milagrosa: la alegría, hasta ahora contenida, explota con vitalidad inundando la película. Y como si estuviéramos junto a ellos, porque en realidad siempre lo hemos estado, comprendemos que empeñar la tele, romper el cochinito, endeudarnos y dejar la ciudad en estado de abandono es verdaderamente lo único lógico que queda por hacer para disfrutar de la vida. Puede que aquí nadie sepa de Oscar Lewis, de Godard ni de ningún economista, pero seguro todos asintieron (asentimos) al oír a Celia Cruz salsear aquello de no hay que llorar, que la vida es un carnaval, y las penas se van cantando…
Otro elemento que se pierde en la traducción es que el carnaval tiene un cuándo para llegar; días definidos en el calendario que aumentan el ansia en sus guardias. No será antes, ni después. Y para pena de todos, tampoco para siempre. Porque todo lo que llega, algún día tendrá que irse para que el ciclo continúe.
Hablando de eso: la partida de Agnés Varda (Los espigadores y yo, Rostros y lugares) y Abbas Kiarostami (10, Close-up) dejó un hueco enorme. Nadie como ellos para revindicar mediante el cine la resistencia del alma humana ante los embates de un mundo que insiste en doblegarla. Pero los huecos también sirven para plantar semillas. La huella de ese gran cine humanista, contra todo pronóstico, sigue brotando en diversas cintas sembradas por el mundo. Esperando el carnaval es una de ellas y, para el corazón de quien esto escribe, es también una de las películas más luminosas que se verán en éste, un año arrasado por las tinieblas.
Esperando el carnaval se exhibe con suscripción en MUBI durante los próximos 30 días. Da clic aquí para verla.