RESEÑA
THE LIGHTHOUSE: ROBAR EL FUEGO A LOS DIOSES PARA GOCE DE LOS MORTALES.
Por: Daniel Aguilar Torres @taco_mutante
Fotograma The Lighthouse
“Nada bueno sucede cuando dos hombres se encuentran solos en un falo gigante”, ha dicho varias veces el director Robert Eggers respecto a su reciente película El Faro (The lighthouse, 2019).
Ubicada en el ocaso del siglo XIX, en la que un inexperto Ephraim Winslow (Robert Pattison) debe pasar cuatro semanas en una isla inhóspita bajo la tutela del veterano alcohólico Thomas Wake (Willem Dafoe), como aprendiz de cuidador del faro, al que paradójicamente tiene prohibido acceder. El aislamiento y la tensión creciente entre ambos marineros son caldo de cultivo para que el autor desarrolle varias ideas atemporales, a través un duelo actoral de primer nivel y una sofisticada gramática cinematográfica de belleza esperpéntica.
El ambiente pesadillezco en el que se desarrolla es producto del dominio que Eggers, Jarin Blashcke (cinefotógrafo) y Damian Volpe (diseñador sonoro) tienen sobre sus herramientas, asumiendo el riesgo que implica trabajar con equipo técnico de hace más de cien años para proponer una estética próxima al infierno que los guardafaros del XIX debieron experimentar: el monocromático formato cuadrangular de la imagen dobla y redobla el encierro, mientras el ruido del mar (y la alarma, y las gaviotas…) gradualmente se hunde en la locura de los personajes, conjuntándose de manera brutal en sus escenas climáticas.
En su ópera prima, La bruja (The vvitch, 2015), Eggers ya presentaba los elementos que (al parecer) caracterizarán su trabajo: refinados tratamientos audiovisuales que enmarcan una muy documentada reinterpretación de relatos tradicionales de horror, creando atmósferas donde el miedo nace de la turbia condición humana, no del susto fácil ni de los elementos sobrenaturales que disfrazan su columna vertebral.
El género es también una pieza central: si su primera película resultaba una alegoría sobre la opresión contra las mujeres (yugo aún vigente), con El faro da el paso lógico y se vale de simbolismos para disecar dos almas que cargan el peso de ser (Wake) o anhelar ser (Winslow) el tipo de hombre modélico impuesto como ideal en el ambiente hostil que los abriga (lo cual tampoco ha cambiado mucho), privándoles de sus propios deseos y desequilibrando aún más sus cabezas. Así, la lucha por el control del faro se vuelve también una pelea por controlar el falo patriarcal que permite sobajar como menos que perros a quienes se considere inferiores.
Winslow sigue el camino de Prometeo en el mito clásico: Busca robar el fuego a los dioses para goce de los mortales. Lo que simbolizaba conocimiento en la narración griega, aquí se reviste de un inglés avejentado para significar poder. Su castigo no lo dicta Zeus sino Neptuno, dios marítimo, a través de una tormenta que terminará por corromper su apenas existente cordura. Faro, fuego, falo. Posición, conocimiento, poder. La carga simbólica que cada espectador/a decida dar a la luz que se yergue en el peñasco no evitará llegar a la misma conclusión sobre la absurda vacuidad que guarda la existencia humana (por universal) y masculina (por especificidad del relato).
Sin caer en la trivia, es innegable la influencia que ejercen otras obras de diversa índole en la cinta; además del mencionado mito de Prometeo, los relatos de Melville y otras narraciones, se encuentran trazas del expresionismo alemán, la pintura gótica, las teorías de Freud y el trabajo de Sascha Schneider. Hay ecos también (guardadas las distancias) de Bergman: la estilización del lenguaje audiovisual a través de la historia de dos personas confinadas en una isla (en la que su sexualidad juega un papel clave), remite invariablemente a la dupla Ullmann/Andersson en Persona (1966), con la violenta concepción del horror que el maestro sueco realizara en su única cinta del género, La hora del lobo (Vargtimmen, 1968).
Reza el viejo cliché de la narrativa que sólo “existen tres historias: Hombre contra la naturaleza, hombre contra otro hombre y hombre contra sí mismo”. Si lo asumimos como cierto, con El Faro Eggers busca contar todas a la vez, en una obra de extrema ambición (algunos la tildarán de excesiva) que, tan sólo por los riesgos tomados, es una anomalía en el panorama hollywoodense.